Ingresé a la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA en 1979. Plena dictadura militar, era necesario encontrar los huecos para respirar en un ambiente más que pesado. La represión, la desaparición forzada de personas, la cárcel, la tortura, el exilio y la censura dominaban el país. Mi propio padre había salido de la cárcel unos meses antes, después de un año y medio preso por su actividad como profesor en la Universidad del Sur. Por supuesto, no había actividad política en la universidad y cualquier intento de ejercerla era preámbulo de la desaparición. Todos sabíamos que, incluso, podía haber servicios entre nosotros.
Un compañero, militante del Partido Socialista de los Trabajadores, me invitó (tras algunas conversaciones de tanteo) a participar de asambleas estudiantiles. Se trataba, por supuesto, de reuniones clandestinas, a las que llegábamos tras una serie de vericuetos que impidieran la detección y localización por parte de las fuerzas represivas. Nos encontrábamos en bares, por ejemplo, de allí íbamos a algún otro sitio y luego en auto a algún taller o estudio prestado o alquilado para la ocasión con la excusa de un grupo de teatro o algo parecido.
En 1982, tras la derrota militar en Malvinas, el aire se abrió y la represión retrocedió unos pocos casilleros. Seguíamos en dictadura, claro, todavía había censura, persecuciones y desapariciones, pero el control represivo ya no era total. Por entonces, pudimos empezar a hacer asambleas públicas; no en el espacio de la facultad, pero convocábamos abiertamente y nos reuníamos sin escondernos. En esas reuniones se eligieron delegados de cada una de las carreras de la facultad y ellos conformaron juntos un cuerpo de delegados de la facultad, predecesor del centro de estudiantes, que recién tuvimos después de la recuperación del estado de derecho. Me tocó ser uno de esos delegados, por la carrera de Filosofía. En 1983, las actividades del cuerpo de delegados ya se hacían dentro de la facultad. Organizamos protestas por cuestiones edilicias (sí, en Marcelo T. de Alvear 2230) y de reclamo estudiantil, llegamos a formularlos al decano interventor y llevamos adelante la lucha contra el arancelamiento de los estudios universitarios, que se había impuesto poco antes. Para ello, ocupamos un aula y allí recibíamos de los estudiantes las chequeras con las que se pagaba el arancel. De ese modo se manifestaba la decisión clara de no pagar. Cuando logramos juntar una buena cantidad (muy grande, según recuerdo), hicimos un acto en la Avenida Córdoba. Desafíos que sólo una dictadura en retirada podía tolerar.
Ante la nueva situación, el decano interventor había designado a un funcionario (secretario de Extensión Universitaria y Bienestar Estudiantil (sic), si mal no recuerdo) para ocuparse de las relaciones con los estudiantes. El tal señor llevaba por apellido De Jorge y todos estábamos seguros de que era servicio (de inteligencia, se entiende); decían que de la marina. Hombre en mi recuerdo de físico más bien grande, pelo negro peinado a la gomina y cara de pocos amigos. Todos sabíamos que era nuestro posible verdugo. Cuando Raúl Alfonsín ya estaba cerca de asumir y la dictadura (y la intervención de la facultad) se iba, De Jorge nos llamó a los delegados para despedirse. No recuerdo exactamente todos los contenidos de lo que nos dijo, pero sí el tono amenazante de una verdadera moralina. No sé si era ese tono, las palabras, el aspecto, los gestos u otra cosa, pero todavía puedo recuperar en mi memoria la sensación de sudor frío que me recorrió el cuerpo en ese rato. Y recuerdo vívidamente una frase que, vaya uno a saber por qué, me dirigió a mí. "Ya nos vamos a volver a encontrar, Schuster, ya nos vamos a volver a encontrar". Esa frase no la he podido olvidar y lo notable es que estoy seguro de que fue tal cual la reproduzco ahora, con el recurso retórico de la reiteración, que le da más fuerza persecutoria.
Nunca volví a ver a De Jorge, malgré su vaticinio y desde ya que espero no verlo. Es más, cuando sigo el avance de los juicios a los represores de la dictadura, muchas veces pienso que si la justicia asume el papel histórico que le cabe y hace pleno ejercicio de la ley, aplicando a todos los responsables las penas que les corresponden, quizás la amenaza de De Jorge quede definitivamente de lado y no haya nunca ningún otro De Jorge haciendo con alguien lo que el original no pudo con nosotros.
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